5 de junio de 2012

“Humillante, pero no queda otra”



La clase media, azotada por la crisis, se convierte en el nuevo cliente de los repartos de alimentos

El paro y los bajos salarios la empujan a los servicios de Cruz Roja

Un grupo de ciudadanos de Tres Cantos, Madrid, hace cola para recoger alimentos en la Cruz Roja. / GORKA LEJARCEGI
“Papá, te ayudo”. “Y yo”. Cuatro manitas toman los paquetes. Macarrones, arroz, botes de tomate... Los críos dejan los envases en la bolsa del supermercado. Pero esto, con su gran fila a ratos, no es un supermercado: es el reparto de alimentos gratuitos para quienes no llegan a fin —o a mediados— de mes. Aunque puede recordarlo. Las cajeras que entregan las provisiones son voluntarias de la Cruz Roja. El escenario, una caseta prefabricada de un suburbio bien de Madrid, Tres Cantos. Los clientes, sobre todo españoles de clase media arrastrados por el paro y los bajos salarios, salen con el carro lleno rumbo a casa. Como si volvieran del supermercado. Como cualquier otro vecino.
“Es humillante, pero no queda más remedio”, asegura Nieves, de 55 años, con la bolsa llena de provisiones. Acaba de estrenar el servicio de la ONG, que reparte alimentos una vez al mes a los residentes en este municipio —41.147 habitantes—. Tres Cantos reluce en las estadísticas: 8% de paro, renta media entre las más altas de Madrid y un 60% de universitarios. Pero ilustra la caída de la clase media.

Deterioro en alza

El 21,8% de la población española está en riesgo de pobreza, según los datos del INE de 2011. La crisis se deja sentir: en 2009 era el 19,5%.
Los menores de 16 años son los más afectados: el 26,5% son pobres ahora (viven en hogares cuya renta es inferior a 15.820 euros al año para cuatro personas). En 2010, la mitad padecía pobreza extrema por vivir en familias con menos de 11.000 euros al año (13,7% frente al 9% en 2008).
En 1.728.400 hogares todos están en paro.El 41,2% de los españoles ha  cambiado de hábitos para ahorrar en alimentación y el 70% intenta rebajar los gastos de casa, según el CIS.
“Estoy separada y tengo un hijo de 18 años. Mi marido me pasaba 1.200 euros mensuales para el chico y para mí hasta hace un año, pero ahora le va fatal, no puede. He llegado a una situación en la que no tengo qué comer”, explica esta manchega menuda que pide silenciar su nombre real. Un ama de casa —“nunca trabajé fuera porque no me hacía falta”— que no había pisado “nunca” un servicio social. Hasta el mes pasado, cuando Nieves puso los pies por primera vez en el barracón supermercado a medio camino de chalés adosados, oficinas vistosas y bloques de pisos a menudo con piscina.
“Me siento mal por tener que venir aquí, como un pobre que se pone a pedir. Pero por mi hijo mato, como dice Belén Esteban”. Ese hijo estudiante que, a decir de su madre, “no lleva mal la situación”. “Tiene su ordenador con algún juego. Se entretiene con los amigos... Desde pequeño le enseñé a ser austero”, afirma la mujer con cierto alivio. A Nieves, para quien los ahorros son solo un recuerdo lejano, le da tranquilidad tener piso propio. Aunque deba “mucho” de comunidad. “Los vecinos me conocen de toda la vida. Saben cómo estoy y no me empujan”. Pero los gastos fijos de la casa se encaraman a los 400 euros mensuales. Y, encima, hoy no hay leche en el reparto.
“Mis hijos están con su padre. Yo no puedo mantenerlos”, afirma una madre
Se ha acabado para las 19 de las familias que recogen su lote este martes por la tarde. Son una pequeña parte de las 200 —agrupan a unos 600 tricantinos, calcula el presidente de la Cruz Roja local, José Chai— que se benefician del avituallamiento gratuito. “El 60% son españoles. Son los únicos que aumentan, y mucho, en los últimos tiempos. Buena parte de los inmigrantes parten en busca de vivienda más barata”, detalla Chai. “Clase media, muchos con estudios universitarios”, describe.
“Gente que ingresaba hasta 3.000 euros al mes en dos sueldos, que se ha quedado sin ingresos y con hipoteca o alquiler que pagar e hijos que mantener”, añade Yolanda Cagigal, trabajadora social del centro. Gente que con frecuencia “esconde los alimentos en las bolsas del Carrefour para fingir que ha hecho la compra”, que agota los ahorros antes de dar un paso que desconocen, recurrir a la asistencia social, afirma Chai. “No saben cómo pedir ayuda, no están acostumbrados. Llegan cuando ya no pueden más”.
El 60% de los que reciben comida en una zona bien de Madrid son españoles
Como Juan Carlos y su mujer, Jafi. Cargan el suministro en el coche, el sello de los tiempos mejores cuya letra han logrado renegociar con el banco hasta los 100 euros al mes. “Solo le pongo 20 de gasóleo, y cuando puedo”, aclara el joven. Él sí tiene un trabajo, pero peor que el anterior. Ella agota el subsidio tras el paro. Las cosas empezaron a torcerse hace cuatro años: el declive hasta juntar, entre ambos, “menos de 1.000 euros”. Y con dos hijos que mantener, de siete y cinco años.
“Salgo a buscar trabajo cada mañana y vuelvo con las manos vacías”, asegura Jafi. Con “ocho euros” en el monedero, tiene los cálculos más que hechos. “En junio quito a los niños del comedor, porque ya no hay beca y el servicio cuesta 162 euros para los dos”. El próximo recorte será acabar con el fútbol del chico: 325 euros al año. Pero lo entenderá: “Ellos saben lo que hay, que no tenemos mucho dinero”. “Hay que salir adelante por tus hijos”, zanja Jafi con una sonrisa. Aunque el ánimo decaiga a veces.
La pareja española arranca el monovolumen mientras Eva —nombre supuesto— carga con su bolsa. Pesa menos de la media —situada en 16,5 kilos—, porque vive sola. A su pesar. Divorciada, 45 años, tres hijos. “Están con el padre, que tiene un buen sueldo, porque yo no puedo mantenerlos”. Esta madrileña que dejó el empleo tras tener a su último hijo, que “siempre había vivido sin apuros”, trabaja ahora de asistenta a dos horas de distancia. Cuatro horas de tarea por día, 450 euros al mes. Vive en una habitación alquilada por 300. Cuentas que no salen y que, hace seis semanas, le llevaron a pedir ayuda —“ya estaba en las últimas”— y, de paso, a convertirse en voluntaria de Cruz Roja. “Me gusta ayudar a la gente. No puedo estar en casa parada”. Así que echa una mano con el ordenador. Y se siente útil “al devolver algo que de lo que recibo”. Un bálsamo para “el dolor y la humillación” que siente a diario.
El camino inverso hizo Beto, de 55 años. Cuando se quedó en paro como auxiliar de seguridad, este peruano se acercó a echar una mano en el barracón de Cruz Roja. Conduce el transporte adaptado que traslada a personas con discapacidad a las consultas médicas. “Vine a ayudar y cuando la cosa se ajustó y los ahorrillos se acabaron, pedí ayuda”, relata este universitario que agota el subsidio y desconfía de volver a encontrar empleo “por culpa de la edad”. “No paro de meter currículos, y nada. Las empresas no quieren a gente de más de 45 años y el político quiere pagarnos la pensión a los 80”. En su casa, tres chicos y dos adultos, solo la mujer —española— trabaja: 900 euros para todos. “Menos mal que el piso es suyo”, suspira Beto.
En la cola de los alimentos también hay empresarios que han quebrado. Como Liliana y su marido, cuya firma de construcción “fue a pique por los impagos”. Esta colombiana en la cuarentena es la única que trabaja en casa, de camarera. “Pero mi sueldo no alcanza”. Una nómina de 800 euros para un alquiler de 1.000 en un piso donde realquila una habitación. “La renta es lo primero que se paga y luego, lo que se puede. Si es la luz, no es el agua, ni el gas...”. “Yo estoy acostumbrada a luchar la vida, pero mis hijos están aterrados y buscan trabajo”. Ese trabajo que ralea tanto. Ese trabajo cuya escasez multiplica las colas para recibir alimentos. También en las zonas acomodadas. En Tres Cantos ya no la monopoliza una quincena de familias —desestructuradas, inmigrantes en apuros o de etnia gitana—, como una década atrás. La clase media también está en la fila. Como si volvieran del supermercado. Como siempre. Casi.

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