El
olor del cocido
«En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos,
mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo, 25:40).
mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo, 25:40).
ARTÍCULO DE PACO ROBLES / Madrid
Una comida diferente
Una comida diferente
Se llama Juan, tiene cuarenta y dos
años, es licenciado en Psicología, y trabaja en una empresa consultora
dependiente de la comunidad autónoma. Como todos los viernes, al salir del
trabajo fue con algunos compañeros a tomar unas cañas para celebrar el comienzo
de fin de semana. Después de una hora holgada, pagó la última ronda de cerveza.
Había echado un buen rato con sus colegas del curro poniendo a parir al Papa y
su reciente viaje a un país de esos llamados “en vías de desarrollo”,
maldiciendo la hipocresía de la Iglesia, despotricando de todo aquello que su
anticlericalismo y el de sus compis les sugería, descalificando de pura patraña
y aberración, impropia de estos tiempos modernos que corren, la superchería y
el papanatismo religioso. En definitiva, este conspicuo ciudadano —uno más de
entre los muchos millones que habitan nuestro suelo patrio— no solo comparte
relaciones laborales con sus contertulios, sino una fraternal amistad aderezada
de ideas sociales y políticas en la línea que aconseja el empleo común en la
misma empresa pública.
Satisfecho y envanecido de caminar
por el sendero correcto del progresismo triunfante, este modélico ciudadano
encaminó sus pasos hacia su casa con el ánimo de comer algo antes de hacer una
siesta reparadora. Un magnífico fin de semana le aguardaba por delante. Pero
cuando apenas había caminado unas docenas de metros, al doblar una esquina se
apercibió de un olor que lo trasladó imaginariamente al paraíso efímero de su
infancia: olía a puchero, sí, a guiso de garbanzos con verduras y sus
aditamentos de cerdo. Era el olor propio de aquellos cocidos que preparaba su
madre y le ponía a la mesa cuando salía del colegio o del instituto. ¡Qué aroma
tan delicioso a caldo humeante! ¡Cuánta hermosura encontraba en aquel
nostálgico recuerdo!
Enseguida llegó a la altura del local
de donde partía aquella sinfonía de olores que hacía sus delicias sensoriales.
Parecía que se trataba de un modesto restaurante, pero no, en la puerta
entreabierta no había ningún letrero. Sin pensarlo dos veces, Juan empujó
suavemente la puerta y se asomó al interior de aquel figón. En realidad no era
un restaurante, sino un autoservicio repleto de gente que, sentada a la mesa,
con total normalidad daba cuenta del contenido de sus platos. El aspecto de
aquellas personas era un tanto desigual; se diría que algo chirriaba en el
ambiente sin saber muy bien qué: las había correctamente vestidas, y otras, en
cambio, su indumentaria respondía más a eso que se ha dado en llamar “arte
povera”.
De pronto Juan abrió los ojos: quedó
sorprendido al comprobar que quien servía la comida era una monja. Aquello era
sin duda un comedor social. Algunas personas se acercaban despacio, con la
bandeja en las manos, a que les sirvieran. Eran pobres, indigentes, personas
menesterosas que subsistían de la caridad. Se trataba de una escena de la que
había oído hablar pero de la que jamás se hacía referencia en los informes ni
en los dosieres que prepara para el gobierno regional. Enseguida hizo ademán de
marcharse, pero la monja que le vio entrar, con una sonrisa amable y un gesto
firme de la mano le indicó que se acercara, que no tuviera reparo; bajito, casi
como un susurro, le comentó que lo que le ocurría era normal, que la primera
vez es la más difícil, que no debía avergonzarse de nada, que el cocido estaba
buenísimo y que, de segundo, había filete empanado. ¡Cómo se iba a perder
tantas proteínas del cocido y tantas vitaminas de la ensalada y de la fruta!
Además, concluyó la monjita con gesto pícaro, podría rematar la comida con un
helado muy rico de los que había regalado una fábrica cuyo nombre obvió.
El pobre Juan sin salir de su
perplejidad se vio sentado a una mesa donde un matrimonio mayor y bien vestido,
comía en silencio, sin levantar los ojos de la bandeja. Enfrente, un tipo con
barba descuidada sonreía mientras devoraba el filete empanado y le contaba su
vida: había perdido el trabajo, el banco se había quedado con su casa, después
del divorcio no sabía a dónde ir. Menos mal que las monjas le daban comida y
ropa, y que dormía en el albergue bajo techo. «Al final, he tenido suerte en la
vida, compañero; así que no te agobies, que de todo se sale…».
No podía creer lo que estaba
sucediendo. Nadie le había pedido nada por darle de comer, ni le habían
preguntado por su situación ni por sus creencias. Se limitaban a dar de comer
al hambriento, sin adjetivos.
Al salir a la calle, el bueno de Juan
fue incapaz de dar las gracias a la monja que le había dado de comer. No fue
por mala educación, sino porque su hilaridad le impedía articular palabra.
Apenas hizo una leve inclinación de cabeza. Ella le contestó con una expresiva
sonrisa. «Vuelve cuando lo necesites y, si no estoy, di que vienes de parte
mía. Me llamo Esperanza; hermana Esperanza».
— «¿Por qué me ha tenido que pasar
esto a mí? ¿Será que Dios se vale hasta del cocido para atraer a la gente?», se
preguntó Juan mientras se alejaba.
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